viernes, 9 de marzo de 2012

De mis días en la Antártida.

Un día a un joven le hicieron una sorprendente petición. Le pidieron que escribiera un texto, un simple texto, relatando su experiencia personal en una corta estancia que tuvo a bien de disfrutar en lo que muchos definirían como el fin del mundo. A decir verdad no sería una petición en el sentido estricto de la palabra, más bien una solicitud o proposición a la que libremente pudo negarse.
En un principio se le ocurrió hacerlo, dejarlo pasar. No por negarse sino probablemente sugerido por la pereza e inmerso en el trabajo que todavía tenía por acabar. Pero luego, pensándolo mejor, se dijo que los días que había vivido, los compañeros con los que había compartido tan maravillosos momentos bien valían que se tomara la molestia de escribir unas pocas palabras.
 ¿Pero cómo hacerlo? Esa era una buena pregunta. Una carta, un texto emocional y divertido, un cuento, un… las posibilidades eran tantas y tan variadas que de repente se quedo en blanco mirando una pantalla vacía sin saber cómo empezar una líneas que debían quedar para toda la vida.
Uno quisiera poder escribir unos versos que fueran mágicos y electrizantes como hiciera Elton John en una canción que da impresión de ser para quién la escucha y de quién nunca supo descubrir a quién la dedicó. Pero así mismo sabe que no es un mago de las palabras y que no le llega a la suelo del zapato de nadie, así que vuelve a replantearse que hacer.
Un cuento, sería tan bonito regalarles un cuento. Un cuento que hablara de todos los momentos vividos, los gestos, las miradas, lo visto y oído, los descubrimientos hechos, las fiestas compartidas. Un cuento que les hiciera recordar para toda la vida los instantes vividos y compartidos, porque la memoria es volátil y juega la mala pasada de borrar momentos de nuestra cabeza que nos parecerían imposibles de perder con los años en el momento de vivirlos.
Pensó el joven en hablarles de glaciares blancos, fríos y enormes. De vistas espectaculares. De escuas, pingüinos y focas. De correrías en zodiac y motos de nieve. De bailes, fiestas, partidos de fútbol y partidas de poker. De sesiones de cine e interminables discusiones en las que decidir por el consenso de Irene el film de la noche. De barbacoas, rakia, vinos y risas. De las incontables bromas, de las manías de cada uno con el desayuno o del misterio de las galletas Chiquilin que pese a que se acababan siempre aparecía alguna más, de los estofados y comidas al aire libre, de baños helados rodeados de pedazos de glaciar, de la sensación de tomarse una copa con hielo de miles de años de antigüedad. De los interesantes cursos de primeros auxilios, náutica y de emisiones solares. Del ping pong, del “me’n vaig a les casetes”, de las ballenas o el Pingüino Marcelino. Pensó en hablarles de la Coral de Voces No Blancas que  tuvo su debut en una paella y que dejó bien alto el pabellón de la BAE después de tantos años de repetidos y humillantes fracasos líricos en la base búlgara.
                Pensó también que podía contarles las vistas que tenía desde Pico Radio, recordarles la afición de Joan por probarse sombreros y gorros, la de “miles de veces” que habían hecho algo, hablar de fotos para la ducha, campeonatos de golf, nevadas y ríos helados y súplicas por una ducha o una lavadora, de navegar un día con la mar calmada y embravecida unos instantes después, de pistas de patinaje que valen millones de euros, de intensas palizas de dominadas, flexiones o carreras de montaña en las que Julio daba ventaja a la gente por ser todo un caballero (aunque luego las malas lenguas le acusaran de tirar mujeres al suelo hasta provocarles moratones), de las caras de gamba después de un día de sol o de visita al glaciar sin acordarse del protector solar. De improvisadas maracas que aparecían por sorpresa, meteos de traían de cabeza al meteo, de líquenes que no había que pisar, de ventadas y manos heladas o cintas de equilibrio para mí imposibles de cruzar.
                Eran tantas las cosas a rememorar que ciertamente sería impracticable relatar un cuento que contuviera tantos y tan dispares elementos. Añadirle habría a esa dificultad el hecho que estaba seguro que todos y cada uno de sus compañeros lo conocía o recordaba todo mejor que él mismo. Además, tenía ya la sensación de estarse convirtiendo en un replicante moribundo recitando cosas del estilo:
He visto caer paredes de hielo de glaciares hasta el océano más allá de la latitud 62, he visto estrellas en una noche oscura más brillantes de lo que nunca se verá en otro continente, me he bañado en aguas heladas repletas de bras… Todos esos momentos se perderán. Es hora de morir.”
                No, definitivamente un cuento no era una buena opción.
Quizá pudiera explicarles sus sentimientos, sus emociones, lo que guardaba para sí en el fondo de su corazón. Pero aquello sería demasiado empalagoso y probablemente carente de interés para nadie. Empezaba a estar jodido porque el tiempo se acababa y se le escapaba la oportunidad de expresarles todo lo que quería decirles.
Y de repente tuvo una idea. Una lista. Simplemente podía escribirles una lista. Una lista que contuviera aquello más bonito, interesante y valioso que hubiera descubierto de su visita i aventura en la Antártida. Seguro que si habían compartido tantas cosas y días en el mismo sitio todo el mundo vería reflejado en esa lista algo que le haría recordar sus días en la base. Y con ello se puso a pensar cuales serían las cosas que por encima de todo destacaría de su estancia en el fin del mundo. Para su sorpresa la lista de cosas a contar por fantásticas era enorme, extensa e impracticable con el tiempo de que disponía así que se sentó frente al océano y trató de ponderar y valorar cuales serían aquellas que destacarían por encima de todo. Lo mejor que le había ocurrido en esos dos meses.
El mundo se paró durante unos instantes y con una sonrisa supo entonces lo que debía poner en aquella lista si era sincero consigo mismo. Después de tantas tardes escribiendo y reescribiendo el mismo texto, de darle vueltas y vueltas, ya tenía claro lo que quería escribir. Al fin y al cabo no se trataba de buscar la respuesta correcta sino de hacerse la pregunta adecuada.
Así que se puso de nuevo ante la pantalla y empezó a escribirla:

Alba
Arkaitz
Chema
Clara
Curro
David
Hilo
Irene
Joan
Joan Info
Jose
Julio
Nacho
Núria
Ramon
Toni

Y cuando hubo acabado la lista sonrió para sí mismo, divertido y no exento de ternura, ante lo paradójico que resultaba que estuviera en España (y Utah) aquello que sin duda más extrañaría de su estancia en la Antártida.

                                                                                   Marc Travé Simón
                                                                                         22 de febrero de 2012
                                                                                         BAE Juan Carlos I

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