Como decía días atrás, bueno como un par de semanas, me falta todavía lo más importante de todo para el viaje de la Antártida: las botas, la ropa interior y los calcetines. Así que esta mañana me he tomado un momento para patearme las tiendas de material de montaña de la ciudad, pues el tema de las botas lo considero muy importante y no quisiera equivocarme de talla en esta elección (lo de perder dedos es algo a tener en cuenta, me parece)
Lo dicho, un servidor, ha pasado una plácida mañana mirando y probando botas. Pero al acabar estaba en la Barceloneta mirando una pequeña tienda cuando se me ha hecho la hora de comer. El olor de la sal del mar, la suave brisa fresca, el encanto de un barrio que tiene grandes contradicciones y el encanto de mucha historia me han dejado de un humor excelente. Y ya puestos he pensado que no tendría mejor opción que comer allí, en algún pequeño establecimiento a tocar del mar.
Y paseando, paseando me he encontrado con una pequeña taberna, con vistas al Mediterráneo y solo dos mesitas en la terraza. Que con el solecillo y la brisa fresca que pasaba me llamaban cual canto de sirenas y ante cuyo poder me he dejado seducir. Y menudo acierto. Ha resultado una taberna llevada por dos hermanos vascos nacidos en un pueblecito cercano a Bilbao, marinos de profesión durante muchos años y que desde hace unos años están afincados en Barcelona. Como estaba solo como cliente en el restaurante el camarero me ha ido dando conversación y entre bocado y bocado me ha ido deshilachando su vida. Historias y anécdotas, algunas quizás adornadas, otras verdad a medias, algunas reales como solo la vida puede serlo y otras quizá contadas como propias y vividas por amigos y compañeros, pero en cualquier caso todas interesantes y mágicas. Historias de marino, sueños, de tierras lejanas, de aventuras, de soledad, de amores y desamores. Quizá no de la mejor de la vidas, pero de la suya. Todas contadas con pasión y entre sorbo y sorbo de un vino blanco de la casa que no era precisamente malo. “Si no me lo bebería yo, no se lo daría a mis clientes” me decía, y a fe que bien se lo podía beber.
Ante todo quisiera aclarar que, por mucho que yo fuera el único cliente, apenas tenía 6 mesas dentro y dos en la terraza y de malo el restaurante no tenía nada. Entre pecho y espalda me he trincado una ensalada de cangrejo y almejas, una tapita pequeña de pulpito a la gallega (que pasa, cuando se relaja uno tiene sus antojos) y unas cocochas de merluza. Y tras tan agradable comida y tras pedir únicamente un café como postre el camarero me ha preguntado llanamente:
-¿Como estaban las cocochas, caballero?
-¡Deliciosas! Muchos ángeles se hubieran condenado por ellas.
Enorme ha sido mi sorpresa cuando se ha presentado con una tartaleta de crema con fresas y moras, un café y un copa de un orujo de hierbas diciendo que su hermano, el cocinero, halagado y divertido por la originalidad del piropo tenía en haber a invitarme a postres, café y copa a condición que aceptara tomarme el orujo con ellos. Condición a la que como se comprenderá no he podido negarme.
Un rato más tarde he recordado que tenía trabajo pendiente por entregar y que debía romper el momento para volver a la realidad y tras despedirme allí los he dejado, no como los camareros que parecían sino como lo que realmente eran. Dos viejos marinos, sentados los dos frente a una botella de orujo encima la mesa de la que buena cuenta hemos ido dando, con la vista perdida en el mar. En silencio, la vista perdida, con los recuerdos en el fondo de un vaso vacío. Echando de menos, quizá, la vida en el mar. Quizá amándolo y odiándolo como les ocurre a muchos marinos.
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